20 de septiembre de 2020
Francisco Valdés Perezgasga (twitter.com/fvaldesp)
Estamos viviendo un mundo raro, inédito. Camine en la calle. Vaya al súper. Dígame que
no le sorprende ver la gente enmascarada, cuidándose de la amenaza del maldito virus. La
nueva normalidad nada tiene de normal. Las máscaras y la distancia que nos damos al
salir o entrar por una puerta o en el pasillo de salchichonería. De pronto somos más
corteses, más lejanos.
Pero salga al campo. De pronto se encuentra a más gente que de costumbre,
comportándose muy raro. Parece que todo mundo quiere, no, necesita tomarse una foto
en la boca de la Cueva de las Iglesias. Los lejanos cerros de fondo, la boca de la cueva de
marco y la silueta en negro. Para el face, para el Instagram. Acuden por montones -hasta
más de cuarenta coches estacionados sobre la brecha he visto. Vamos, hasta una troca
vendiendo micheladas y clamatos para los acalorados excursionistas que acuden
clamorosamente impreparados para una caminata en senderos de un cerro en el corazón
del Desierto Chihuahuense: shortcitos de correr, tenis, tines, licras y ya está. En un sitio
donde hay cascabeles y alacranes y biznagas de bruñidas espinas. Piedras sueltas y
lechuguillas capaces de perforar cualquier cuero de cualquier bota.
En el Cañón de Fernández, por otra parte, acuden multitudes como las que sólo se veían
en Semana Santa. Multitudes desordenadas, mayormente sucias y ruidosas. Vehículos
todo terreno de casi un millón de pesos que corren a velocidades impropias haciendo
ruidos estentóreos. Fogatas que amenazan salirse de control y quemar ahuehuetes
milenarios. Cero vigilancia.
Los concesionarios, acotados por los términos impuestos por la ley, hacen lo que les da la
gana. Fragmentan el paisaje para detrimento de la naturaleza, construyen casas y
albercas. Otros desmontan hectáreas para venderlas como fraccionamiento. A este paso el
Cañón de Fernández tiene los días contados.
Llegó el momento de rebelarnos y decir basta. Esto no puede seguir. No podemos
permitir la destrucción ya no del patrimonio natural de los laguneros de hoy y de mañana,
sino un sitio que aloja seres y comunidades y procesos únicos, mucho más antiguos ya no
que nuestra comunidad, mucho más antiguos que nuestra especie y las especies que nos
precedieron. Ya solo por ese hecho debería sernos sagrado.
Durango tiene dos parques estatales. Uno, el Tecuán, cercano a la capital, tiene 847
hectáreas y diecisiete personas en su plantilla. El Cañón de Fernández, con poco más de
diecisiete mil hectáreas tiene una plantilla de una persona. Por eso, y por otras razones, el
estado está completamente rebasado y el Cañón de Fernández corre peligro de muerte.
No es descabellado exigirle al gobierno de Durango que cuide el Cañón de Fernández,
que le destine más recursos y más personal. Si por ahora es incapaz de cuidarlo que lo
cierre al público para hacer frente a esta situación de emergencia. Urge su acción o los
laguneros vamos a perder -para siempre- un sitio único sobre la faz de la Tierra.
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